La transición de las sociedades industriales a la sostenibilidad está llamada a fracasar si no viene acompañada de una transformación profunda del sistema económico y social. Por muy bien diseñado que esté un modelo productivo en materia de ecoeficiencia, si la sociedad que lo sustenta necesita crecer para asegurarse un funcionamiento correcto chocará, más tarde o más temprano, con los límites del planeta.
Por su necesidad de crecimiento perpetuo, existen razones para pensar que la sostenibilidad es un proyecto incompatible con nuestro actual sistema económico: el capitalismo. Esto puede ser afirmado científicamente y no como un juicio de valor ideológico, ya que el capitalismo, al menos tal y como ha existido en los últimos 250 años, es inconcebible sin tasas positivas de crecimiento económico. Solo la fe en la desmaterialización absoluta de nuestra economía, o en la continuidad de la expansión humana en el espacio exterior, puede servir de argumento para pensar que la esperanza de vida del capitalismo va a superar el siglo XXI. Y ambas premisas parecen más cercanas a la ciencia ficción que a hipótesis de trabajo que puedan ayudar a afrontar los problemas de la crisis civilizatoria. El tipo de respuestas políticas que están imponiéndose ante esta crisis lo demuestran: el realismo político de los Estados está desempolvando el proteccionismo comercial y multiplicando guerras por los recursos; no están desarrollando planes de terraformación de Marte o minería lunar, cuyos costes energéticos y económicos son inasumibles.
La imposibilidad del crecimiento no es la única incompatibilidad entre capitalismo y sostenibilidad: la presión de la competencia, la dificultad para la planificación colectiva en el largo plazo, la externalización de daños ambientales, la incapacidad de los mercados para hacerse cargo del verdadero valor material de los recursos, la generación de enormes desigualdades sociales que permiten a los sectores privilegiados esquivar los daños del deterioro ecológico… Por todas estas razones, un sistema económico y social que supere el capitalismo no solo es necesario para alcanzar la sostenibilidad, también es deseable.
Pero tras el fracaso del llamado socialismo real en el siglo XX hoy nadie tiene claro que puede significar un sistema poscapitalista. Se trata de un experimento colectivo que tendremos que llevar a la práctica las próximas décadas con humildad. Aunque algunas lecciones de la historia parecen claras: un sistema socioeconómico viable en sociedades tan complejas necesitará relaciones de mercado e iniciativa empresarial porque son instrumentos ágiles para manejar información, tomar decisiones económicas y asignar recursos. Funciones como la profesionalidad responsable y el emprendimiento también deben ser fomentadas, y eso necesita estímulos. Pero estos no tienen por qué venir necesariamente asociados a la propiedad privada. La propiedad privada deberá convivir con otras formas de propiedad social. Y la economía necesitará un marco de reglas mucho más estricto que el actual, que ha demostrado su impotencia para domar las tendencias suicidas de nuestro modelo económico.
Tanto para lograr dar un sentido ecológico integrado a las nuevas inversiones, como para garantizar el acceso universal a servicios básicos a la ciudadanía, la socialización de sectores económicos estratégicos es una herramienta política fundamental para una transición hacia sociedades sostenibles. La razón es que el mercado, que es una institución muy adecuada para el manejo de información económica en algunos ámbitos, resulta una herramienta claramente deficitaria para dar solución a grandes problemas colectivos, que exigen planificación en el largo plazo, mucha coordinación política y cuya rentabilidad económica es dudosa, aunque su necesidad social sea urgente. La imposibilidad de frenar el cambio climático con medidas de mercado es un ejemplo.
El control socializado de algunos sectores económicos va a ser fundamental en lo que respecta a la banca, las empresas energéticas, el transporte, la vivienda, las grandes propiedades agrícolas y ámbitos de servicios públicos fundamentales, como la educación, la sanidad y la defensa.
Pero nacionalizar no es socializar. La sustitución del control privado por el control de un Estado burocrático, opaco e ineficiente abriría nuevos problemas, como la corrupción y el clientelismo. Resulta fundamental que la puesta de una empresa al servicio del interés social vaya acompañada de medidas para abrir la gestión democrática de la empresa al conjunto de la sociedad. En primer término, dando a los trabajadores competencias fundamentales de la gestión y la administración en régimen de autogestión. En segundo término, supeditando la dirección de la misma a planes de productivos democráticamente elegidos por el conjunto de la ciudadanía.
Bajo el término economía social y solidaria se engloban toda una serie de fenómenos, proyectos e iniciativas muy diversas que pretenden conformar una economía alternativa al capitalismo dentro del marco de juego del mercado respetando sus lógicas. A diferencia de las unidades empresariales capitalistas, las empresas de la economía social fomentan la democracia económica interna, cumplen una suerte de código ético en la producción (no se trata de producir cualquier mercancía, sino algunas bajo criterios morales), procuran encontrar métodos de cooperación entre sí y además buscan colocarse al servicio de necesidades ciudadanas no inducidas por los mecanismos publicitarios.
Aunque la economía social y solidaria es una realidad jurídica muy concreta, como concepto más amplio engloba otras muchas experiencias económicas, desde el cooperativismo y el mutualismo clásico a fórmulas de comercio justo. Todas estas iniciativas tan diversas se podrían sentir identificadas con una definición que hace REAS, la Red de Redes de Economía Alternativa y Solidaria, de la economía social: entender la economía como medio y no como fin y con una voluntad fundamentalmente transformadora.
La economía social no es un gueto marginal. Es una propuesta arraigada en la economía real que tiene un peso económico destacado. Según Naciones Unidas, en el año 2012 las cooperativas del mundo cuentan con mil millones de socios, generan 100 millones de empleos directos, un 20% más que las grandes multinacionales y son responsables de manutención cotidiana de 3.000 millones de personas. En Europa la economía social emplea a más de 14 millones de personas, el 6,5% del empleo total. En España, la economía social genera 1,2 millones de empleos directos, lo que equivale al 6,74% del empleo total del país, porcentaje algo por encima del europeo. Dentro de este sector, REAS, la Red de Economía Alternativa y Solidaria, una propuesta que nace con un perfil político y transformador muy claro que busca enfrentar la despolitización del movimiento cooperativista, produce ya 8.000 empleos directos, cuenta con 30.000 voluntarios y miles de personas asociadas (10.000 en finanzas éticas, 20.000 en cooperativas energéticas), y facturó el año pasado 355 millones de euros, generando 63 millones de euros de ahorro y capital social.
La economía social tiene un papel clave en la transición ecosocial no solo por su capacidad de trasformación de la realidad económica y su producción éticamente responsable, sino porque también es adaptativa. ¿La razón? Está mejor preparada para funcionar en contextos de crecimiento bajo al no buscar la ampliación del beneficio. Es importante entender que el pico energético de los combustibles fósiles, especialmente el del petróleo, nos situará pronto en un contexto de crecimiento económico como juego de suma cero. En estos escenarios la economía social, que se ahorra el porcentaje de beneficio que las empresas capitalistas homologadas deben perseguir para sobrevivir, juega cierta ventaja.
La economía social tiene otros rasgos de versatilidad añadidos: al hacer partícipe a los trabajadores de la propiedad de la empresa, disminuye mucho los costos de supervisión y genera un elevado incentivo y una ética del trabajo de alta implicación. Todo ello convierte a las empresas de la economía social en entidades flexibles y capaces de ser productivas y competitivas en entornos económicos más difíciles, aunque presentan la desventaja de la lentitud y la inestabilidad que a veces suponen las formas de gestión más democráticas.
Por ello resulta fundamental que desde las políticas públicas se impulse la economía social y solidaria, porque es la semilla de un futuro modelo económico eficiente que no necesita estar enganchado a las dinámicas de crecimiento para ser funcional.
Un contexto de austeridad material y energética creciente solo puede ser socialmente tolerable si está atravesado por un fuerte principio de equidad social. Además, por una cuestión de justicia, sociedades más igualitarias siguen siendo un objetivo por el que luchar independientemente de la crisis ecosocial, que no anula esta reivindicación, sino que la acrecienta: en un escenario de colapso la pobreza amenazará a cada vez más gente, por lo que urge cerrar la brecha social. Simultáneamente, el estilo de vida que facilita la concentración de riqueza en pocas manos se vuelve un incentivo especialmente nocivo: el mantenimiento de ilusiones sociales masivas de tipo egoísta y consumista implica un clima cultural que ecológicamente ya no nos podemos permitir.
Por todo ello, la reducción del nivel general de riqueza material y energética que nos va a imponer la transición hacia la sostenibilidad solo es posible pensarla repartiendo esta riqueza mucho mejor. La redistribución es la otra cara inseparable de la sostenibilidad. Esta puede tomar muchas formas, desde la reducción de las disparidades salariales a la reducción del tiempo de trabajo o políticas públicas como la renta básica o el Estado como empleador de último término.
La redistribución de la riqueza exige a su vez un nuevo pacto fiscal que reparta bien los esfuerzos de la transición ecosocial. Además, es necesario que la reforma fiscal sea ecológica además de social, permitiendo internalizar algunos costes ambientales de nuestro actual modo de producción y consumo, sirviendo entonces como aliciente para una producción más sostenible. Para ello, resulta imprescindible que contemos como sociedad, y también a nivel global, con un sistema de información económica acorde a las nuevas prioridades. En otras palabras, un sistema contable internacional unificado que contemple indicadores imprescindibles para los cálculos económicos de tipo ecológico, como magnitudes físicas.
Por último, los objetivos que orientan y evalúan nuestros esfuerzos como sociedad han sido definidos en función de la lógica de acumulación que ya no es viable. Una transición ecosocial requiere de una redefinición de estos objetivos, así como de la batería de indicadores que sirve para cuantificarlos. De modo más concreto, el sentido general de los grandes agregados macroeconómicos debe ser cuestionado, partiendo por una medida radical y muy simbólica como podría ser la abolición del PIB. Un proceso de transición ecosocial podría marcar su propio esquema de objetivos sociales macro, entre los que podrían estar la reducción de la huella ecológica, reducción del índice de Gini (que mide la desigualdad social), reducción del tiempo de trabajo por su reparto equitativo, o la reparación de ciertos deterioros ambientales.
Los comunes, o, dicho de otra forma, el procomún, no puede considerarse una práctica novedosa. Las innumerables comunidades indígenas que ven (o vieron) su forma de vida ancestral amenazada, las modernas comunidades de producción de software libre, los campos de cultivo comunales, o los festivales comunitarios, sirven todas como ejemplo de aquello que, allá en el s. XIV, unos campesinos alemanes supieron identificar al grito de Omnia sunt communia: el hecho cierto de que todas las cosas nos son comunes.
Si la idea del procomún parece renacer con fuerza es, precisamente, porque los retos que afrontamos no son tan diferentes a los que vivieron esos mismos campesinos. El mercado neoliberal, prácticamente indistinguible hoy en día de su contraparte estatal, no deja de idear nuevas formas de cercamiento, de privatización de los recursos compartidos para convertirlos en servicios comercializables y mercancías costosas.
El procomún nos ayuda pues a identificar ese proceso, tristemente manifestado en forma de destrucción de nuestro ecosistema, pero también de nuestras formas de vida comunitarias, del conocimiento compartido, de los espacios urbanos y de tantas otras riquezas comunes, convertidas en víctimas potenciales del asalto del Estado/Mercado.
La idea de lo común no debe, sin embargo, reducirse a aquellos bienes fácilmente identificables como compartidos por todos sin pertenecer a nadie - como pueden ser el agua que bebemos o el aire que respiramos-. Reclamamos el procomún como instrumento de innovación social. En un mundo en el que las fuerzas de la economía extractiva y las finanzas globales son demasiado poderosas como para simplemente intentar resistir, la manera de construir ese “otro mundo posible” que muchas personas soñamos no es otra que aprender a hacer procomún.
Si algo hemos aprendido de las comunidades que construyeron comunes de valor incalculable como la Wikipedia, el sistema operativo GNU/Linux, o los bancos comunitarios de semillas que consiguieron revertir la aniquilación de la biodiversidad en zonas rurales de la India, es que sólo construyendo un modelo viable podremos dejar obsoleto el actual.
Nos corresponde a nosotros, en común, acometer esta tarea tan pragmática como idealista, tan titánica como inevitable. El individualismo del mercado, las leyes de propiedad privada y el dogma de la economía neoliberal no pueden – ni quieren – gestar el tipo de cambio que necesitamos. Es la hora de pensar y trabajar en nuevas formas de producción, nuevas formas de gobernanza, nuevas tecnologías y nuevos modelos de relacionarnos que nos permitan disfrutar, también en común, de nuevas formas de vida más sostenibles, más saludables y también más interesantes, centradas en el cuidado y disfrute de lo que es de todas y todos.
El consumo es una de las experiencias cardinales de nuestra sociedad. Y la transición hacia la sostenibilidad va a suponer también importantes transformaciones en la forma de consumir. Necesariamente la restricción energética y material nos va a obligar a enfocar el consumo como una experiencia más centrada en la calidad y no en la cantidad, comprando productos mucho más duraderos y de fácil reparación, y participando en plataformas que nos permitan compartir la riqueza para optimizar su disfrute. “Usar y tirar” se ha convertido en el lema que resume el desastre en curso que tenemos que revertir.
Al mismo tiempo, el consumo es una potente herramienta de cambio social. Las modalidades de consumo colectivas, y también los consumos guiados por principios éticos y políticos (consumo responsable, pero también campañas de boicot contra empresas con malas prácticas) tiene ya un largo recorrido. Sus ventajas son muchas.
En primer lugar, los consumos responsables y colectivos otorgan una “ventaja comparativa” a la economía social y solidaria en su lucha competitiva con otras formas empresariales social y ambientalmente menos interesantes. También logra reducir los impactos ecológicos, al tiempo que se abaratan costos de compra haciendo posible satisfacer necesidades que, para muchas familias, se han vuelto difíciles en un contexto de crisis. Esta forma de “activismo de compra”, por su pequeño grado de exposición a los problemas vitales que acompañan los compromisos militantes en movimientos sociales y ciudadanos, son un campo de trabajo perfecto para fomentar la organización comunitaria de base y el fortalecimiento de la sociedad civil. Finalmente, hay que destacar su papel como escuela cultural de un tipo de personalidad generosa y dada a la cooperación, que rompe con el marco del individualismo imperante. Y es que el individualismo competitivo pudo tener alguna justificación en un mundo expansivo, pero se vuelve un comportamiento socialmente inadecuado en un mundo en contracción.
Las opciones para contribuir al nacimiento de otro modelo de consumo son innumerables. Desde priorizar las compras personales y familiares en empresas que participen en la economía social y solidaria hasta participar en nodos de compras comunes. Los grupos de consumo de alimentos ecológicos, que se organizan para comprar colectivamente a productores cercanos son una realidad cada vez más extendida, pero no es la única fórmula de compras comunes posibles.
Desde las administraciones públicas se debe trabajar también en potenciar estas fórmulas de organización ciudadana, fomentando la generación de mercados sociales, interviniendo a nivel formativo y pedagógico, con la apertura de infraestructuras para usos comunes y también en materia de política fiscal.
Una de las grandes ventajas con las que contamos para que la transición ecosocial sea también percibida como una aventura colectiva estimulante, y no solo como un sacrificio o un castigo, es la inmensa cantidad de riqueza ya producida durante la etapa de expansión industrial de la humanidad. Mejor repartida y con un uso más racional, este fondo de riqueza acumulada puede dar para cubrir muchas necesidades y deseos con muy poco.
Pongamos un ejemplo. Un reciente estudio realizado en Estados Unidos llegó a la conclusión de que en el país existen 50 millones de taladros: uno por cada 7 habitantes aproximadamente. La fabricación de cada uno de estos 50 millones de taladros presenta unas inmensas implicaciones ecológicas: consumo de agua, energía y minerales esencialmente. Pero estos 50 millones de taladros tienen un uso real, en toda su vida útil, de aproximadamente 13 minutos. El resto del tiempo, durante años, permanecen parados.
Llevemos el ejemplo a otro campo. Para hacer 70 libros de un kilogramo de peso hace falta, aproximadamente, un árbol de 25 metros de altura y 20 cm de diámetro, así como 700 litros de agua. Y todo esto solo para el papel. Si cada uno de los mostoleños y mostoleñas tuviéramos un ejemplar en casa nos harían falta más de 700 árboles para cubrir la demanda. Pero para 70 ejemplares a disposición de la población de Móstoles en bibliotecas (que es un número que puede asegurar que casi todo el mundo interesado pueda leerlo al mismo tiempo) se necesita un solo árbol.
Superpongamos ambos ejemplos y preguntémonos: ¿no pueden existir bibliotecas de taladros? La economía del compartir parte de un cambio en la idea central de organización económica: del propietario al usuario. ¿Hace falta poseer para tener derecho a usar? No. Se puede garantizar el derecho a satisfacer necesidades sin acaparar algo en exclusividad, que el 95% del tiempo va a estar sin usar. Y, en conclusión, se pueden satisfacer necesidades teniendo muchas menos cosas, siempre y cuando renunciemos a poseerlas, pero sin perder de vista la posibilidad de usarlas.
La reciente explosión de la economía colaborativa va en esta línea. La economía colaborativa, hoy muy extendida en terrenos como los viajes compartidos en coche, las casas compartidas para las vacaciones, o las redes de intercambio P2P en el mundo digital, es un terreno con un enorme potencial de desarrollo ante la crisis ecosocial. Este desarrollo puede tomar forma de microemprendimientos económicos, pero también de nuevos bienes comunales, como pueda ser wikipedia. Al mismo tiempo, es necesario que las administraciones empiecen a diseñar dispositivos de economía del compartir en sus políticas públicas. Por ejemplo, desplegando redes municipales de cosotecas públicas: “bibliotecas de cosas” donde la ciudadanía puede adquirir el préstamo gratuito de herramientas, material sanitario u otros productos de uso puntual.
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